El camino de regreso

Desde muy pequeña me gustaron las historias, pero no cualquier historia, tenía una predilección por los cuentos y leyendas familiares; aquellos que narraban la vida de mis ancestros, de los abuelos o abuelas  que nunca conocí.

Recuerdo que pedía que me cuenten esos relatos una y otra vez, como si nunca los habría escuchado; rebuscaba los cajones de mi abuela con la esperanza de encontrar fotografías perdidas de los que ya no estaban; disfrutaba resguardar los objetos que me regalaban cuando a alguien se le ocurría abrir aquel baúl que siempre permanecía cerrado, me daba mucha curiosidad saber a quiénes pertenecían o porqué los habían dejado olvidados. Quería conocer los lugares donde habían nacido mis abuelos; entrar a sus casas, oler la tierra, observar las montañas que alguna vez los rodearon.

Tenía un pequeño baúl de madera donde iba coleccionando los objetos, cartas y fotografías que encontraba, y una libreta morada donde anotaba todas la historias que me contaban para no olvidarlas. Creo que, sin saberlo, había emprendido desde los cinco o seis años una búsqueda muy particular, creo que me encontraba armando un camino de regreso.

Fui creciendo y mi búsqueda inconsciente continuaba. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta que había piezas que me faltaban, preguntas que no podía hacer o nombres que nadie recordaba. ¿Por qué hay silencios?¿Por qué hay nombres que no se recuerdan? ¿Por qué hay lugares a los que nunca más se volvió? Esas preguntas se mantuvieron en mí por mucho tiempo, y aunque aún sentía curiosidad sobre la falta de respuestas, debía olvidar  por un momento mi búsqueda.

Al cumplir 17 años tuve que mudarme a Lima, me separé de mis padres y abuelos, y todo aquello que había coleccionado fue guardado en una caja hasta un próximo e incierto retorno. Vivir en Lima fue un cambio muy grande para mí, no fue fácil y muchas veces pensé en irme. Y es estando lejos de mi hogar y del Cusco donde me sentí diferente, donde muchas veces sentí que no encajaba. 

Pero a pesar de esa incomodidad aprendí mucho y creo que vivir en Lima me reveló que yo pertenecía a un lugar, que añoraba un territorio, que tenía ciertas costumbres que me hacían “yo”, pero que en la nueva ciudad no encontraban cobijo. Vivir en Lima también me recordó que tenía una historia que no estaba completa, que tenía vacíos y silencios; una historia que debía recuperar para no sentirme perdida.

A los 27 años, sin pensarlo tanto, retomé mi búsqueda. Me reencontré con mis padres, tíos y abuelos; volví a los lugares que recorrimos juntos, volvimos a revisar las antiguas fotografías, libros y cartas. Recuperé mi pequeño baúl y con él los objetos que solía resguardar.

En este reencuentro las preguntas que alguna vez me hice seguían latentes, pero esta vez escuché y abracé los silencios que encontraba en el camino. Entendí que en aquellas conversaciones que quedaron sin respuesta, no había rechazo, había miedo;  entendí que si alguna vez se ocultó algo, se hizo para sobrevivir; que si existía silencio, no era porque había despreció, era porque aún quedaba dolor. Tal vez el dolor de una partida, el dolor de un adiós, el dolor de una injusticia o el dolor de no poder regresar.

Y es que muchas veces sentía que en mi familia había despreció hacia ciertas costumbres o formas de ser, que ya no se quería volver a ciertos lugares o recordar algunos nombres, pero estaba equivocada. Porque creo que a veces nos da miedo regresar a algo que nos dolió, nos da miedo hablar de lo que causó mucha tristeza; por ello, no queremos ver o escuchar todo aquello que nos lo recuerde.

Pero siento que hoy hay menos miedo que antes, y tal vez sea porque algunas personas de mi familia se han ido de forma inesperada o porque el caos de los últimos años nos han empujado a buscar más claridad y equilibrio, no estoy segura. Pero, hoy,  aprendí a darle un nuevo significado a esas historias que permanecieron ocultas.

Entendí que a mis padres les negaron aprender quechua por temor a que sufran algún maltrato, que mi abuelo tuvo que irse de su pueblo porque no quería vivir más injusticias, que mi bisabuelo tuvo que adaptarse y olvidar para sobrevivir. Ahora comprendo que no fueron historias de rechazo y olvido, fueron historias de miedo y dolor, que hoy después de muchos años toman un nuevo significado.  

Hoy he decidido volver, volver a Cusco, volver a mi historia y a mis raíces. 

En ese camino de regreso me re-encontré con Martin y sus ojos ch’illitas; me encontré con Coasa, sus montañas imponentes y sus lagos color cielo. Me encontré con el rostro de Feliciana y su traje de fiesta, con las miradas de Honorata y Manuela chacchado coca. 

Me encontré con Benancio, su hijo Lorenzo, su nieto Guillermo y sus campos de maíz en Tipón.En el camino de regreso me encontré con Eulogio, sus hazañas en Orozcocha y con su hija Balvina, heredera de su tierra.  

Me re-encontré con Manuela y el amor  que demostraba a los suyos en su comida arequipeña, en su voz y  en su sonrisa.  Descubrí que también vengo de Yanque, Yumina y Pauccarpata. Me encontré con los Huanca, los Quisocapa y los Chicchi; mis ancestros habitantes de los ayllus altiplánicos.

En el camino de regreso entendí que ellos viven en mí; entendí que aquello que extrañaba y no comprendía era su memoria, sueños y caminos.

Quiero decirles a mis ancestros y ancestras que están aquí, que los recordamos, que ya no queremos ocultarlos y que agradecemos su existencia. Hoy sé que soy su hija, soy su nieta y  los llevo en mi memoria. Soy descendiente índigena, soy del ande, soy de las montañas, de sus caminos, de la inmensidad de las nubes. Soy de Oropesa, de Combapata, de Pauccarpata, de Coasa.  Soy de la tierra y en ella está mi raíz, mi punto de inicio, el camino para seguir adelante.

Claudia Holgado Chacón